Por Ángel Silva-Arenas

Amar debe ser un acto voluntario y de absoluta libertad. Solo así podrá manifestar  su esencia y  autenticidad.  No debe implicar posesión, pues nadie es objeto de nadie,  aunque  tanto nos guste emplear  ese término para dar a conocer  lo que tenemos, inclusive en lo referido a nuestras relaciones afectivas.

Cuando tenemos algo, el sentimiento de la posesión  surge en nuestros pensamientos, así como el miedo que supone perder eso que hemos logrado conquistar con tanto afán. Un miedo, que en el caso de las relaciones interpersonales, pueden encontrar fundamento en algunas de las pérdidas que hemos tenido  en el pasado, donde todo no fue color de rosa, dejándonos cicatrices difíciles de borrar.

En oportunidades estas experiencias hacen que desarrollemos  un apego inseguro, lo que  nos lleva a depender de los demás y a controlar sus vidas, especialmente cuando se trata de parejas o amigos especiales.   Quienes se comportan de esa manera,  demandan continuamente atención y no quieren compartir esa persona  con los demás por temor a que se lo quiten o desaparezcan.  En consecuencia, aparece la posesividad  como un mecanismo para hacerle frente a la inseguridad y la baja autoestima,  pero cuando nos percatamos que ese control –en realidad- es limitado, ya que en la vida nada está asegurado, y menos para siempre, entonces podemos entender que no tiene sentido todo ese esfuerzo de controlar a alguien.

Es más razonable y sano invertir esas energías disfrutando en el presente esa relación especial.  Amar a alguien es dejarlo libre. El apego supone una forma de atar a alguien, expresando un deseo y necesidad de control.

De igual manera, es necesario comprender que en una relación de pareja es vital no dejar de ser uno mismo, ni pretender que el otro lo haga, porque si perdemos nuestra identidad en la relación, puede crearse una gran dependencia que eliminará al amor auténtico y dará paso a la frustración.

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